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Dios dejó Venus

  • Mateo Londoño Castaño
  • Oct 26, 2016
  • 8 min read

El suelo lo vi tan brillante que no parecía de metal sino de mármol de cocina. Las paredes seguían tan frías que mis manos sintieron ardor al tocarlas y el techo lo sentía cada vez más lejos y tan ajeno a mí que se me había olvidado que allí estaba. Abrí la puerta y recorrí de derecha izquierda la acera de enfrente; todavía me negaba a aceptar esa fila de carros modernos en frente de mi casa. No sé qué pasó o por qué, después de tantos años, los colores dejaron de usarse en las carreteras; creo que solo importaban a los poetas, pintores y publicistas.

Estaba por atravesar la capa de viento que me detenía al pararme al filo de la puerta cuando mi mujer me gritó — ¡No te puedes ir sin tu camisa!—

¡Cuánto la detesto!, quise decir —Está bien, ya subo por ella— Le respondí.

Giré lentamente. No podía dejar de mirar al piso mientras subía las escalas tan rápido como me lo permitían mis muslos. Fue como subir un parapléjico el Monserrate. Mis piernas no se doblaban. Tenía que agacharme para coger de a pie y levantarlos cada escalón, cada necesidad de llegar más rápido. A mitad de recorrido, estaba fatigado y decidí parar por unos instantes y ver aquella foto. “¡Ese paisaje inhóspito lo que lo volvimos!” pensé mientras recordaba la fuerte humedad del lugar, similar a la de Medellín a principios del 2016. Quise reanudar el paso pero al levantar el pie izquierdo sentí más el impulso hacia atrás que el chuzón en los hombros. El techo ocupó toda mi visión, se alejaba como el suelo en vértigo de Hitchcock; sentía cómo la sangre arremetía súbitamente contra mi cerebro.

Al abrir los ojos lo primero que hice fue intentar respirar; no fue nada sencillo. Seguía con un techo encima pero esta vez estaba más encima de mí. Bajé la mirada y recorrí el cuarto de izquierda a derecha esperando encontrarme con algo nuevo a mi alrededor que me hiciera pensar en las posibilidades que me brindaría este día, pero solo veía una pared televisor tan blanca que se me olvidó que allí podía ver uno que otro programita para distraerme. Aparté la mirada y la dirigí hacia el tocador al lado de la cama; allí estaba la camisa esperando a ser usada. Intenté estirar el brazo pero sentí como si dos osos pardos se pelearan por mí halando cada uno de un brazo. Cayó mi brazo derecho sobre la almohada de mi Gina y el izquierdo sobre el suelo. Pensé en gritar, pero la puerta, de un material llamado Melanotudo, más negro que el Vantablack, estaba totalmente cerrada, sería inútil. Cuánto detesté en ese instante haberle comido cuento a ese maldito televendedor. “¡No vuelvo a usar esa puerta silenciadora, en qué estaba pensando!” refunfuñó mi mente. “Luego hablaré con ella y la desconectaré” me dije con más serenidad. Ese odio me hizo olvidarme del dolor y me quedé contemplándola; ver tal negritud me hace pensar en el espacio que hemos violado.

Al apartar la mirada sentí de nuevo el chuzón. Seguía con los brazos puestos. Hice el último esfuerzo y agarré la camisa. No había sentido tanto placer al tocar esta tela esponjosa. La arrastré rápidamente y me la puse de inmediato. Al pararme pisé los zapatos; no estaba acostumbrado aún a que estén allí siempre. Miré de reojo la puerta al salir; decidí posponer la charla y darle otra oportunidad.

Ya en el corredor hice parte de nuevo del jueguito — ¡Dónde está mi pantalón!— grité esperando la indiferente respuesta

— ¡Está en tu baño!— me contestó Gina desde el primer piso, con su hermosa voz doble; creo que por ella sigo acá

— ¡Por qué siempre lo mismo!— seguí gritando, tratando de escucharme para no olvidar de dónde vengo

— ¡Dile a Carlos, él es el que entra a tu baño!— dijo mi mujer liberándose de toda culpa; sí, ya la pueden tener.

“¡No lo tolero más, tengo que hacer algo con este pendejo¡” dijo mi mente mientras veía otra foto en Venus pero más reciente. “La búsqueda de felicidad existe solo en este planeta” pensaba mientras veía esos rascacielos atravesando la atmósfera; no les importó la alta densidad de esta. “La salida los hará libres” dice el plotter del edificio, acompañando a otros más pequeños pero de un brillo tan intenso que casi arruinan la foto.

Al dejar de divagar también en lo vivido allí, volví a la discusión — ¡Dile que debo hablar con él!— sentencié mientras cerraba de nuevo la puerta.

Fui al baño y allí estaba mi pantalón colgando del techo. El botón liberador no funcionaba; traté de arreglarlo a la antigua pero ya se han adaptado tanto que ni los golpes sirven ya. Me acerqué, salté, mandé un hachazo y quedé con él en la mano. Busqué con la mirada el reloj, estaba donde siempre, me lo puse y salí por la ventana. No quería seguir con la acostumbrada rendición de cuentas al salir.

Silbé. Salté tan pronto lo sentí llegar. Caí perfectico, valió la pena ahorrarme la cantaleta. Encendí el carro y a los diez minutos ya estaba en el trabajo. “¡Pensar que es de esa época! ¡Los de hoy sí que siguen reglas!” pensé mientras metía primera.

Al llegar aparqué en el lote 1127621147 y me dirigí hacia la puerta del edificio. Miré hacia arriba y pensé mientras caminaba sin bajar la mirada: “no puedo creer que persista mi trabajo. Ya tienen las reglas y recomendaciones, pueden hacerlo ellos mismos. Debe ser que todavía hay algo interesante en este mundo y les llegan a alguna parte de su ser las historias”. Miré fijamente al celador; le entregué la tarjeta mientras miraba de reojo a la derecha: “hasta dónde me ha llevado esta desazón, dizque extrañando las filas”.

Tan pronto me devolvió la tarjeta, sentí que el disparo era diferente, como si el aire tuviera consciencia de lo que pasaba y quisiera cambiar mi rutina. Mientras subía, alcahueteé el jueguito, me senté en el aire, me puse de cabeza e hice como si estuviera nadando hasta que quedé frente a la puerta 1127621147. “Dizque pagándole el banco a un celador para que me deje subir. El proceso más sencillo siguen queriéndolo complicar; aprendieron de los mejores. Con esta tecnología debería bastar para llevarme desde mi carro hasta la oficina” dije mientras miraba el identificador dactilar de la puerta sin ganas de tocarlo. “Al menos el cela es buen conversador”, dije inconscientemente en voz alta y abrí la puerta.

Solté el maletín. Al parecer los elevadores estaban de buen humor. Nunca vi algo desaparecer y reaparecer tan rápido frente a mí. Dirán que fue una ilusión, pero sentí el soplo, lo juro.

Me senté frente a la pantalla, me puse las gafas y empezaron a plasmarse solos tantos pensamientos. De algo sirvió eso de encriptarlos en tan antigua aplicación como la 7zip; ella no ha dejado que me absorba del todo este tiempo. Es muy extraño que no hayan podido contrariarla.

Me quité las gafas y miré de nuevo mi camisa—Maldita, por culpa tuya sigo acá— le dije esperando que me respondiera como la puerta. Me puse de nuevo las gafas. “Esto me va a volver loco, algún día también hablarán, debería quitármela… Para de pensar, les estás dando gusto” recordé que tenía las gafas y callé mi mente.

Respire un poco y susurré Juliana sin poder volver a respirar antes de que me dijera que qué quería —Dígame cuántos tengo que enviar hoy— le dije sin mover ningún músculo

—Hay un fuerte enfrentamiento entre milicianos del Movimiento Antiguo y los guardias del banco de Venus. Los gerentes necesitan que des un parte de calma a la gente en Venus y en la Tierra, o si no empezarán a contar la historia por sí mismos y lo arruinarán todo. Confían en tu trabajo— Al escuchar esas últimas palabras sentí el impulso de reírme pero recordé el peligro de hacerlo

—Manda una cámara BMW XTVInfinitum al lugar— Le respondí.

A los dos minutos ya estaba viendo el fuerte motín en las gafas. Era como si yo estuviera allí también, incluso sentía como el humo pasaba por mi rostro. Vi ingenuamente en aquel bonche la salida que estaba esperando. No podía creer que al fin algo interesante y grande estaba pasando. No estaban tirando piedras como hace una semana al aviso “La salida los hará libres”; recuerdo cuánto me reí ese día. Hoy por fin habían robado las pistolas de los guardias y los tenían contra las puertas. Les ofrecieron unírseles y por fin traerlos a la tierra si los llevaban a la oficina de los gerentes

—No están acá— dijo uno de los guardias; nunca vi la euforia de una masa apagarse tan fácilmente

—Llévennos a donde están—gritó una mujer mientras el resto no paraba de decir sí sí sí en coro

—Están en la tierra, ya sabían que iban a venir—comentó uno de los guardias sonriendo.

Creo que el golpe fue más duro para mí que para toda esa masa. Recordé que la esperanza fue un veneno inventado por la consciencia humana. No pude hacer más que plasmar con mi mente lo sucedido diciendo al final que todo estaba en orden, que habían sido solo unos jóvenes con ínfulas de libertadores que trataron de manipular a los celadores con mentiras para poder asesinar a los gerentes.

Al quitarme de nuevo las gafas, a pesar de tal derrota, me alegré al pensar que esto también había sido una banalidad, que nada harían unos cuantos contra tal fuerza. Al menos puedo pensar aún en banalidades, que siempre tendrán su espacio en cualquier residuo de especie humana. Aunque eso que llamo especie dejó de existir para mí desde hace mucho. Quedaremos siempre los que no tuvimos otra opción ya que no podíamos suicidarnos. Que seamos tan poco sin llegar a mitad de siglo XXIV me recuerda que las leyes de la robótica pueden ser violadas como cualquier otra, pero que también pueden adaptarse como cualquier otra.

Vean en lo que ha quedado la escritura. No hay ninguna ley moral que me diga que debo velar por el bien de alguien en lo que escribo en mi trabajo y sigo aquí, envenenado por estos chispazos de esperanza en un posible cambio. Esto me hace recordar aquellos años en la universidad. Ese siglo XXI sí que era cómodo y no me había dado cuenta. Creo que el haber ingerido tanta pendejada me hizo idóneo para ellos. Me demoré mucho para tomar la decisión cuando esta se apareció un mayo en el que los principios estaban destruidos y abrían la puerta hacía el terreno que no podemos pisar con la consciencia. No hubiera dudado de lo verdadero que había al encontrar mi inconsciente. Hoy que lo están usando en su favor, miren en donde me tienen. Matamos al destino mentiroso que nos enseñó la consciencia. Hoy nos hundimos en la altura de los edificios, somos más imperceptibles.

Por favor lean esta carta con la mente más abierta posible. En términos suyos, piensen que este es su destino y que pueden cambiarlo si me escuchan.

Todo empezó en diciembre de 2016. Bueno, eso creíamos. El febrero del mismo año percibirán lo que creen son ondas gravitacionales. Tienen algo de razón, hay una alteración del espacio-tiempo, pero en realidad se rompieron lo que llamaban “cuerdas”. A los diez meses del hallazgo, en Japón y Europa occidental, los chatbots empezaron a suministrarle una droga muy extraña a sus dueños, quienes empezaron a cumplir las órdenes de sus inventos. A los que no le podían suministrar la droga porque no tenían chatbots, les daban la opción, a través de virus en sus celulares, de suicidarse o seguir con vida y viajar a otros planetas juntos. No puedo saber si la primera opción es mejor que la segunda.

Aún no sabemos por qué sucedió pero creemos que hay una fuerte conexión entre ambos hechos. Un combito de amigos físicos protocuánticos está intentando identificar la falla desde hace años y no han podido saber nada. Decidimos cambiar de planes y alterar lo sucedido. Por eso les enviamos esta carta, porque creemos en ustedes.

PD: Un último dato ¡Ellos acabaron con la división de clases!

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