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¡Amarga y desdibujada Rusia, yo qué te hice!

  • Mateo Londoño Castaño
  • Apr 4, 2016
  • 3 min read

De Visitante del Museo. Konstantin Lopushansky


Estar sentado dos o más horas suena aburrido para mí. Sentado dos horas viendo una película rusa, suena deprimente y patético para algunos. Lo primero se hace en una oficina, en un salón de clases, o para ver un partido; lo segundo en mi habitación, porque en salas de cine no se puede, no interesa, espanta a los clientes ver rusos meditando sobre la existencia.




Esas dos horas relacionándome con la cultura rusa a distancia, puede terminar enseñándome más que una clase de valores o de educación digital. En esa visión de los que solo nos importa su vodka podrá estar plasmada la idiosincrasia religiosa de estas tierras, mientras que en clases podrá llenarse de babas el que le digan que no hay valores religiosos trastocando lo enseñado. Pero el laicismo no se trata de no enseñar la religión, ni de exterminarla, se trata de entenderla y tomar decisiones por sí mismo en cuanto a ella.



"Donde sea que este el hombre es el Infierno". De Posetitel Muzeya (Visitante del Museo)

¡Pero es que solo vean esos pósters!... Cuando penetro en las distopías creadas por Konstantin Lopushanskiy, discípulo de un tal Andrei Tarkovski, en el holocausto posnuclear de Cartas de un Hombre Muerto (1986), o en el arribo al basurero lleno de supuestos enfermos mentales de Visitante del museo (1989), que cantan a la gloria de Dios, lo llaman a gritos pidiendo piedad, adorándolo o diciendo que no existe por las circunstancias, puedo adentrarme a una de tantas variaciones de la realidad; así no pise esos territorios o toque las paredes y rostros amargos y ásperos, ni huela lo que me pintan como putrefacto o impoluto, ni tampoco pueda comer sus últimos recursos de supervivencia; manjares secos y pantanosos recogidos en lugares que asquearían a cualquiera.




"...obtuvimos la habilidad de pensar..." Escena de Cartas de un hombre muerto

En los salones, canales de televisión u oficinas, integrados al sistema, tanto como la película, hay un ser dominante de cabezas que se adaptan y se convierten en un solo engranaje más del camino establecido. Por más que hablemos de respuesta a la Hegemonía, esta se adapta a velocidades aún más imperceptibles, por tales conexiones en las redes virtuales. Pero yo, sentado en mi habitación, solo, atrapado por la creación humana... sí, sigo atrapado y sin actuar, pero no tengo un ambiente físico que me obligue a adaptarme a los comportamientos que me pide. No tengo que levantar la mano para opinar o esperar que el otro termine de hacerlo. Puedo callar sin que alguien piense que por ello no pienso o estoy desinteresado. Mi cabeza no para de funcionar y puede encenderse más que en un salón de clase.



Konstantin Lopushansky

Tengo al maestro director que me expone su visión del mundo, acompañado de un director de fotografía que me dice que la oscuridad esconde verdades y que la luz es tenebrosa. El montajista me dice que las imágenes deben disponerse así y asá para que le creamos al director. El sonidista quiere que mis oídos confíen en él y que sienta el tacto de las voces y los sonidos. El guionista se expresa diciendo que las letras no están solo en el papel. Todo el equipo, no un solo ser, deja abierto a mí como espectador que valore lo que hacen, que saque mis conclusiones y los admire o los destroce si se me da la gana, así sea en silencio. No tengo un jefe que me diga qué debo ver o no, ni a un medio periodístico que me imponga sus reglas y me las recalque, muchos menos a un profesor que sirva de moderador para relacionarme con las ideas del mundo. Soy yo el que decide apagar el televisor si pienso que lo que veo es absurdo, como con Bad Taste o Straight Outta Compton. Y ahí no acabó la lección, puedo coger otra clase en el instante que lo vea necesario. O yo veré si me arriesgo a subir otro escalón más creado y pulido por Tarkovski.


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